La imagen de esa niña tirada en el suelo, boca abajo, con la mirada perdida en el horizonte, a medio vestir, no tiritaba, aunque hacía mucho frío; me acerque a ella y le ofrecí mi abrigo; no me contestó, pero aún así se lo eché por encima e intenté hablar con ella pero no me entendía, la levanté, y al darle la vuelta, comprendí porque no me contestaba. Un charco de sangre cubría en suelo donde antes estaba su cuerpo tumbado, y todo ese pequeño cuerpecito estaba empapado de su propia sangre y la suciedad del suelo.
Mientras veía su cuerpo, ya muerto, que no sostenía su cabeza, me inundó la verdadera tristeza, y algo húmedo comenzó a caer por mi cara, algo que no eran las gotas de lluvia que comenzaban escaparse de las nubes grises que me cubrían, eran gotas de angustia y tristeza, que rodaban por mi cara.
Era una sensación nueva, que me dio fuerzas para seguir.
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